Sobre el arte de narrar
El hombre hirsuto, aún encorvado, con las manos abatidas hasta las rodillas, ha regresado de prisa a la boca de la caverna donde su gente espera donde su gente espera, contrita y acuclillada junto al fuego que no dejan morir. El hombre, mediante sonidos guturales, ademanes precisos y el movimiento y fulgor de sus ojos relata aquello que acaba de acontecer y de lo cual ha sido testigo oculto y tal vez involuntario. En esos momentos el hombre hirsuto que narra, hechiza aún más que las llamas del fogón que se consume.
Desde entonces, las armas y los dones de un narrador son las mismas que las de un cazador: el ojo, el oído, el olfato y el corazón.
Durante milenios ocurrió así. El relato, la narración fue experiencia de vida y de sueños a compartir. Ahora algunos agoreros dicen que el privilegio humano de contar historias se ha agotado, que la novela ha muerto; que la historia ha muerto.
Sólo podemos decir que el amor ha muerto, cuando ha muerto en nuestro propio corazón. Pero, en todo caso, esto no es más que una tragedia personal, no un dato objetivo.
He pasado buena parte de mi vida tratando de aprender de los niños el arte de narrar. Ellos tienen la gracia de la mirada virgen, la síntesis magistral que les da el asombro y de este modo todo lo que ven y cuenta es nuevo, a pesar de ser tan viejo como el mundo.
Uno de los relatos más profundos y magistrales lo he leído en un autor griego, que ya no recuerdo cuál: Un hombre rico que llevaba un bolso lleno de monedas de oro, en el mercado se distrajo y perdió el bolso. Por detrás un hombre pobre desesperado, que llevaba una soga para ahorcarse, lo toma y deja a un lado la soga. El rico, que deambula en busca de su oro, encuentra la soga y, desesperado, se ahorca.
En esa historia está todo: la desgracia, la fortuna, el destino, y la fugacidad de la dicha y la desdicha.
Se dice también que ya no hay historias para contar, que todo ha sido dicho. Esto es cierto, pero eso no significa nada puesto que cada hombre puede narrar la misma historia, dicha de otro modo y así nunca será la misma.
Es tan válido y verdadero decir que un escritor escribe siempre el mismo libro, como afirmar que los relatos de un escritor forman un conjunto distinto y unificado. Yo escribo tratando de registrar el fulgor de algo que se extingue, para bien o para mal. Y sé que todo pasado será barrido por la inexorable marca del tiempo, en la que ha de perderse y conservarse a la vez. Sé también, y lo he dicho antes, que el destino de toda obra literaria es el fracaso . La materia de un escritor son las imágenes mentales que fija con palabras. La dimensión de su fracaso o de su acierto estará dada por la satisfacción o el convencimiento que tenga de haberse acercado cuanto le fue posible a esas imágenes mentales que lo movieron a narrar escribiendo. Pero jamás lo que escriba será exactamente igual a aquellas imágenes primigenias y allí radica su frustración y su desdicha, puesto que sólo el sabe la medida de su fracaso o de su acierto, ya que, como decía Keats, nunca el lenguaje podrá reproducir el éxtasis y el relámpago de la belleza. Así es.
Hector Tizón. Tierras de frontera
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