Yo cuento, tú cuentas, todos nos divertimos
miércoles, 15 de julio de 2009
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Servicio a la comunidad con propuestas lúdicas para animar a la lectura gozosa
Una de las Funciones del quehacer artístico: Hacer visible lo invisible
Y cada uno de nosotros, en independencia de la edad y de la profesión, de el/ los oficio/s o roles que desempeñemos en la vida, siempre ha sido, es y será educador y educando a la vez. Siempre estamos enseñando y aprendiendo.
También es importante reconocer que, desde niños, nuestra primera herramienta para leer, entender e interactuar en y con el mundo que nos rodea es la palabra, la palabra viva (dicha a viva voz y con todo el cuerpo: miradas, gestos, ademanes, entonaciones, intenciones, silencios, velocidades, aproximaciones, posturas, diálogo tónico corporal, táctil, etc.), la Oralidad y su música, y la música de nuestro paisaje cultural, ése en el que fuimos concebidos (por lo que su adquisición comienza antes de nacer) y con el que salimos o “entramos” a la vida.
Otro punto en el que seguramente todos concordaremos es que el mejor modo de hacerlo, de construir los diferentes conocimientos, saberes, prácticas que necesitamos y de que nos valemos para satisfacer nuestras necesidades y concretar nuestros sueños; en fin: PARA SER FELICES, es EL JUEGO , proceso vital para nuestro desarrollo íntegro (humanamente hablando), siempre, durante toda la vida.
Más allá de que toda la sociedad, en su conjunto, sea responsable de que esto se
logre con cada uno de los sujetos que la integran, la familia es el elemento basal de nutrición, transmisión, memoria, identidad, participación y transformación cultural.
Y como sabemos que “nadie da lo que no tiene” y que cada quien –como una unidad: cuerpo-intelecto-emoción-afectos- aprende lo que necesita y quiere; la mejor manera de asegurarse el éxito de los aprendizajes, es lograr una vinculación esencialmente humana, de calidad, entre los actores del proceso enseñar-aprender, recuperando la comunicación oral profunda, comprometiendo cuerpo y alma en cada palabra que se da, que se brinda y recuperando el disfrute, el asombro y la maravilla, todos los días y hasta para las aparentemente cosas más simples y cotidianas (y seguramente más importantes de la vida), dándonos el tiempo para hacerlo, privilegiando esa comunión de las presencias humanas que no se reemplaza por nada, ni por las tecnologías más sofisticadas, permitiéndonos en cada jornada, encontrar el momento y una nueva llave que “sepa abrir las puertas para ir a jugar”.
Los juegos tradicionales, por ejemplo, poseen un origen remotísimo. Pasaron de generación en generación sobreviviendo, últimamente, a tantos y tan sofisticados productos de la industria del juguete y de los medios de comunicación masiva. ¿Quién no ha jugado a algún juego tradicional alguna vez?
Ocas, laberintos, escondidas, payanas, no existen porque sí, ni persisten por obra de la publicidad. Igual que los cuentos de hadas tienen que ver con la sabiduría más profunda de los pueblos, porque “tocan” simbólicamente alguno de los misterios de la condición humana: el nacer, el morir, el crecer, el encontrar, el perder.
Lo mismo sucede con las rondas, manchas y barriletes: pertenecen a una cultura infantil, oral, subconsciente, gestual, marginal, raramente aceptada como valor cultural educativo pero, sin embargo, íntimamente ligada a las humanas posibilidades de crear, de sentirse en armonía con el mundo, de comprenderlo y de aprender la libertad.
Cuando uno de nosotros se entrega hoy a un juego tradicional está repitiendo gestos, palabras y movimientos que forman parte de las simbologías rituales, fiestas, ceremonias y relatos míticos muy antiguos con los que los hombres celebraban, intentaban comprender o pretendían controlarlos momentos verdaderamente cruciales de la existencia: el nacimiento, las situaciones de pasaje de la niñez a la adultez, de la vida a la muerte, el matrimonio, el cambio de las estaciones, las sucesiones del poder, las transformaciones de la semilla, los ciclos vitales, las mudanzas...
Para comprender los cambios, las crisis, las contradicciones del alma, las cosas de la vida a las que no encontramos explicación, los hombres sólo contamos con símbolos.
El símbolo le da un lenguaje a aquellas vivencias y conflictos del mundo interno que, por su complejidad, escapan a las explicaciones racionales. Está referido siempre a realidades cuyo sentido profundo no podemos abarcar nunca definitivamente. Por eso conserva cierta ambigüedad: da y esconde, revela y oculta (sentido de la poesía).
Los símbolos funcionan produciendo como un movimiento que nos lleva desde un sentido primero, inmediato y literal hacia un sentido latente y profundo del cual nos hacen partícipes aunque no podamos dominar intelectualmente la vinculación entre ambos.
El pensamiento simbólico hace que aparezcan las significaciones secretas de las cosas, se tiene la sensación de estar ante una revelación, ante la puerta oculta de acceso al conocimiento.
Cuando estos procesos están al servicio del juego, se produce una vuelta al “paraíso perdido” de la infancia: se abandona el tiempo cotidiano de la función y el uso (en el que cada cosa es sólo eso determinado) y la lógica discursiva, para entrar en un tiempo “sagrado” en el que se puede mirar al mundo sin condicionamientos, creer y crear todo otra vez.
Jugar es un verdadero movilizador de la imaginación creadora porque permanentemente resignifica lo real.
Porque jugar:
• Nos libera de las exigencias de rendimiento, del temor a equivocarnos, de las reglas rígidas del pensamiento.
• Nos permite “operar” con nuestros deseos y temores más oscuros, (la trama de los propios conflictos) al mediatizarlos simbólicamente.
• Nos enfrenta permanentemente a situaciones de búsqueda y desafío.
• Nos produce una intensa sensación de goce y plenitud.
• Nos permite aprender de nuestros errores.
• Nos conecta con la vida, generando así, profundos cambios
• Nos permite incluir lo habitualmente ausente en los momentos de aprendizaje estereotipados: lo desconocido, lo misterioso, lo imprevisto, lo original, el descubrir, el asombro, la auténtica pregunta, las profundidades de la propia fantasía, el cuerpo...
Cuando jugamos, pensar, sentir, imaginar y hacer, se comprometen a la vez. Por eso la comunicación que se logra con uno mismo y con los demás es intensa, profunda y verdadera.
Los vínculos que trama el juego responden siempre a modelos de convivencia más humanizantes.
Es por todo esto que les proponemos recuperar, juegos, canciones, lecturas y humildemente, les brindamos algunas sugerencias (aportadas por nosotros o por fuentes que citamos. Pero ustedes también pueden hacerlo escribiendo a marcela_sabio@hotmail.com ó purocuento_sf@yahoo.com.ar)
Marcela Sabio
Dice el educador y escritor brasilero Rubem Alves en su libro “La alegría de enseñar” que:
Enseñar es un ejercicio de inmortalidad. De alguna forma continuamos viviendo en aquellos cuyos ojos aprendieron a ver el mundo por la magia de nuestra palabra. El profesor, así, no muere jamás…
Enseñar es un ejercicio de inmortalidad. De alguna forma continuamos viviendo en aquellos cuyos ojos aprendieron a ver el mundo por la magia de nuestra palabra. El profesor, así, no muere jamás…
Y cada uno de nosotros, en independencia de la edad y de la profesión, de el/ los oficio/s o roles que desempeñemos en la vida, siempre ha sido, es y será educador y educando a la vez. Siempre estamos enseñando y aprendiendo.
También es importante reconocer que, desde niños, nuestra primera herramienta para leer, entender e interactuar en y con el mundo que nos rodea es la palabra, la palabra viva (dicha a viva voz y con todo el cuerpo: miradas, gestos, ademanes, entonaciones, intenciones, silencios, velocidades, aproximaciones, posturas, diálogo tónico corporal, táctil, etc.), la Oralidad y su música, y la música de nuestro paisaje cultural, ése en el que fuimos concebidos (por lo que su adquisición comienza antes de nacer) y con el que salimos o “entramos” a la vida.
Otro punto en el que seguramente todos concordaremos es que el mejor modo de hacerlo, de construir los diferentes conocimientos, saberes, prácticas que necesitamos y de que nos valemos para satisfacer nuestras necesidades y concretar nuestros sueños; en fin: PARA SER FELICES, es EL JUEGO , proceso vital para nuestro desarrollo íntegro (humanamente hablando), siempre, durante toda la vida.
Más allá de que toda la sociedad, en su conjunto, sea responsable de que esto se
logre con cada uno de los sujetos que la integran, la familia es el elemento basal de nutrición, transmisión, memoria, identidad, participación y transformación cultural.
Y como sabemos que “nadie da lo que no tiene” y que cada quien –como una unidad: cuerpo-intelecto-emoción-afectos- aprende lo que necesita y quiere; la mejor manera de asegurarse el éxito de los aprendizajes, es lograr una vinculación esencialmente humana, de calidad, entre los actores del proceso enseñar-aprender, recuperando la comunicación oral profunda, comprometiendo cuerpo y alma en cada palabra que se da, que se brinda y recuperando el disfrute, el asombro y la maravilla, todos los días y hasta para las aparentemente cosas más simples y cotidianas (y seguramente más importantes de la vida), dándonos el tiempo para hacerlo, privilegiando esa comunión de las presencias humanas que no se reemplaza por nada, ni por las tecnologías más sofisticadas, permitiéndonos en cada jornada, encontrar el momento y una nueva llave que “sepa abrir las puertas para ir a jugar”.
Los juegos tradicionales, por ejemplo, poseen un origen remotísimo. Pasaron de generación en generación sobreviviendo, últimamente, a tantos y tan sofisticados productos de la industria del juguete y de los medios de comunicación masiva. ¿Quién no ha jugado a algún juego tradicional alguna vez?
Ocas, laberintos, escondidas, payanas, no existen porque sí, ni persisten por obra de la publicidad. Igual que los cuentos de hadas tienen que ver con la sabiduría más profunda de los pueblos, porque “tocan” simbólicamente alguno de los misterios de la condición humana: el nacer, el morir, el crecer, el encontrar, el perder.
Lo mismo sucede con las rondas, manchas y barriletes: pertenecen a una cultura infantil, oral, subconsciente, gestual, marginal, raramente aceptada como valor cultural educativo pero, sin embargo, íntimamente ligada a las humanas posibilidades de crear, de sentirse en armonía con el mundo, de comprenderlo y de aprender la libertad.
Cuando uno de nosotros se entrega hoy a un juego tradicional está repitiendo gestos, palabras y movimientos que forman parte de las simbologías rituales, fiestas, ceremonias y relatos míticos muy antiguos con los que los hombres celebraban, intentaban comprender o pretendían controlarlos momentos verdaderamente cruciales de la existencia: el nacimiento, las situaciones de pasaje de la niñez a la adultez, de la vida a la muerte, el matrimonio, el cambio de las estaciones, las sucesiones del poder, las transformaciones de la semilla, los ciclos vitales, las mudanzas...
Para comprender los cambios, las crisis, las contradicciones del alma, las cosas de la vida a las que no encontramos explicación, los hombres sólo contamos con símbolos.
El símbolo le da un lenguaje a aquellas vivencias y conflictos del mundo interno que, por su complejidad, escapan a las explicaciones racionales. Está referido siempre a realidades cuyo sentido profundo no podemos abarcar nunca definitivamente. Por eso conserva cierta ambigüedad: da y esconde, revela y oculta (sentido de la poesía).
Los símbolos funcionan produciendo como un movimiento que nos lleva desde un sentido primero, inmediato y literal hacia un sentido latente y profundo del cual nos hacen partícipes aunque no podamos dominar intelectualmente la vinculación entre ambos.
El pensamiento simbólico hace que aparezcan las significaciones secretas de las cosas, se tiene la sensación de estar ante una revelación, ante la puerta oculta de acceso al conocimiento.
Cuando estos procesos están al servicio del juego, se produce una vuelta al “paraíso perdido” de la infancia: se abandona el tiempo cotidiano de la función y el uso (en el que cada cosa es sólo eso determinado) y la lógica discursiva, para entrar en un tiempo “sagrado” en el que se puede mirar al mundo sin condicionamientos, creer y crear todo otra vez.
Jugar es un verdadero movilizador de la imaginación creadora porque permanentemente resignifica lo real.
Porque jugar:
• Nos libera de las exigencias de rendimiento, del temor a equivocarnos, de las reglas rígidas del pensamiento.
• Nos permite “operar” con nuestros deseos y temores más oscuros, (la trama de los propios conflictos) al mediatizarlos simbólicamente.
• Nos enfrenta permanentemente a situaciones de búsqueda y desafío.
• Nos produce una intensa sensación de goce y plenitud.
• Nos permite aprender de nuestros errores.
• Nos conecta con la vida, generando así, profundos cambios
• Nos permite incluir lo habitualmente ausente en los momentos de aprendizaje estereotipados: lo desconocido, lo misterioso, lo imprevisto, lo original, el descubrir, el asombro, la auténtica pregunta, las profundidades de la propia fantasía, el cuerpo...
Cuando jugamos, pensar, sentir, imaginar y hacer, se comprometen a la vez. Por eso la comunicación que se logra con uno mismo y con los demás es intensa, profunda y verdadera.
Los vínculos que trama el juego responden siempre a modelos de convivencia más humanizantes.
Es por todo esto que les proponemos recuperar, juegos, canciones, lecturas y humildemente, les brindamos algunas sugerencias (aportadas por nosotros o por fuentes que citamos. Pero ustedes también pueden hacerlo escribiendo a marcela_sabio@hotmail.com ó purocuento_sf@yahoo.com.ar)
Marcela Sabio
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